Publicado el marzo 15, 2024

Contrario a la creencia de que las metáforas son meros adornos, este artículo revela que son herramientas cognitivas de precisión. La clave para que funcionen no es la creatividad desbordada, sino su anclaje en la experiencia sensorial y su función narrativa estricta. Dominar esto permite transformar la prosa, pasando de lo artificial a un estilo orgánico y potente que comunica con una claridad que el lenguaje literal no puede alcanzar.

Todo escritor conoce esa frustración: una idea brillante, una emoción compleja que, al ser transcrita al papel, se vuelve plana, inerte. La reacción instintiva, a menudo impulsada por consejos bienintencionados, es «ser más descriptivo» o «usar más figuras retóricas». Es el camino directo hacia un campo de minas estilístico, donde la prosa se carga de comparaciones forzadas, símiles que suenan a cliché y metáforas que gritan «¡mírame, estoy haciendo literatura!». El resultado es el opuesto al deseado: una artificiosidad que aleja al lector en lugar de sumergirlo en la historia.

El problema no reside en la figura literaria en sí, sino en la concepción que tenemos de ella. La hemos relegado al joyero de la escritura, como un broche que se añade al final para embellecer un conjunto ya terminado. Pero, ¿y si la verdadera clave no fuera añadir adornos, sino forjar herramientas de precisión? ¿Y si la metáfora no fuera un embellecimiento, sino una forma superior de pensamiento?

Este es el principio que defenderemos: la figura literaria como un instrumento de precisión cognitiva y sensorial. No se trata de decorar, sino de nombrar lo innombrable, de hacer tangible lo abstracto y de comunicar con una eficacia que el lenguaje puramente denotativo no puede ofrecer. Este cambio de paradigma es lo que distingue a un estilo orgánico y potente de una exhibición de vanidad estilística.

A lo largo de este recorrido, desmantelaremos los mecanismos que hacen que una metáfora funcione o fracase. Exploraremos cómo nuestro cerebro está cableado para pensar metafóricamente, aprenderemos a generar imágenes frescas y sensoriales, a medir su función dentro de la narrativa y a ajustar su densidad según el género que escribimos. El objetivo es que cada figura que emplees no sea un añadido, sino una parte insustituible y vibrante de tu prosa.

Para facilitar la navegación a través de estos conceptos, hemos estructurado el contenido en varias secciones clave. Cada una aborda un aspecto fundamental para que domines el arte de la metáfora precisa y eleves tu escritura a un nuevo nivel de expresividad y naturalidad.

¿Por qué decimos «el tiempo es oro» y pensamos literalmente así?

La respuesta a por qué una metáfora como «el tiempo es oro» se siente natural y no forzada reside en que no es una figura literaria, sino una metáfora conceptual. Esta es la tesis fundamental de los lingüistas George Lakoff y Mark Johnson: nuestro sistema de pensamiento es, en sí mismo, metafórico. Usamos un concepto concreto y familiar (el oro, con sus propiedades de ser valioso, limitado y cuantificable) para entender y estructurar uno abstracto (el tiempo). No es un adorno; es un andamio cognitivo.

Cuando decimos «he gastado mucho tiempo», «no quiero perder ni un minuto» o «voy a invertir mi tarde en leer», estamos activando este marco sin ser conscientes. El lenguaje cotidiano, según los estudios de lingüística cognitiva, está plagado de metáforas conceptuales que no solo se usan en textos literarios, sino que son formas de conocimiento que predominan como herramienta de comunicación. Por ejemplo, concebimos UNA DISCUSIÓN ES UNA GUERRA («defendió su postura», «sus críticas dieron en el blanco», «ganó el debate») o LAS IDEAS SON COMIDA («no me trago ese argumento», «es algo que debo digerir», «rumiar una idea»).

Comprender esto es el primer paso para un escritor. Las metáforas más potentes y orgánicas no son las que se inventan desde cero, sino las que se conectan, expanden o subvierten estas estructuras conceptuales que el lector ya posee. Cuando una metáfora parece «forzada», a menudo es porque crea un mapeo conceptual inexistente o incoherente para el lector. Reconocer que estas estructuras son la base de cómo pensamos y actuamos nos da el poder de usarlas con intención y precisión, en lugar de ser utilizados por ellas.

¿Cómo generar comparaciones frescas sin recurrir a «rojo como sangre»?

El cliché, la «metáfora muerta», es el enemigo de la prosa vibrante. Frases como «rojo como la sangre», «frío como el hielo» o «negro como la noche» han perdido su poder evocador por el uso excesivo. Se han convertido en meros signos que el cerebro procesa sin generar ninguna imagen. La clave para escapar de esta trampa no es buscar la comparación más estrambótica, sino volver a la base: el anclaje sensorial específico.

En lugar de pensar en «rojo», piensa en sus matices y texturas en el contexto español: el rojo polvoriento de un pimentón de la Vera, el rojo lacado de una guindilla seca, el rojo casi morado de una copa de Mencía a contraluz. Un símil es una comparación explícita (usa «como» o «cual»), mientras que la metáfora es una identificación directa. La frescura en ambos nace de la especificidad. El ejercicio no es «¿a qué se parece el rojo?», sino «¿qué sensación, textura, olor o sabor tiene *este* rojo en *esta* escena?».

Composición macro de especias españolas creando texturas abstractas y patrones sensoriales
Escrito por Javier Mendoza, Javier Mendoza es dramaturgo y director de escena con 18 años de trayectoria profesional, licenciado en Artes Escénicas por la RESAD de Madrid y autor de 9 textos teatrales estrenados en teatros públicos y privados de España. Actualmente dirige su propia compañía independiente, con la que ha producido montajes galardonados en certámenes nacionales de artes escénicas, y colabora como docente en talleres de escritura dramática en escuelas de teatro de Madrid y Barcelona.